Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro octavo

Los cementerios toman lo que les dan

Cap III : La madre Innocente.

Transcurrió más o menos un cuarto de hora. Regresó la superiora y volvió a sentarse en la silla.

Ambos interlocutores parecían preocupados. Levantamos acta de la mejor forma de que somos capaces del diálogo que vino a continuación.

—¿Fauvent?

—¿Reverenda madre?

—¿Conoce la capilla?

—Tengo en ella un jaulón para oír misa y los oficios.

—¿Y su trabajo lo ha obligado a entrar en el coro alguna vez?

—Dos o tres veces…

—Hay que levantar una piedra.

—¿Pesada?

—La losa que hay en el suelo, junto al altar.

—¿La piedra que cierra la cripta?

—Sí.

—Ésa es una de las ocasiones en que sería bueno contar con dos hombres.

—La madre Ascension, que tiene la fuerza de un hombre, lo ayudará.

—Una mujer nunca será un hombre.

—Sólo tenemos una mujer para ayudarlo. Cada cual hace lo que puede. Si dom Mabillon recopila cuatrocientas diecisiete epístolas de san Bernardo y Merlo Horstius sólo recopila trescientas setenta y siete, no por eso desprecio a Merlo Horstius.

—Ni yo tampoco.

—El mérito reside en trabajar según las propias fuerzas. Un convento de clausura no es un taller.

—Y una mujer no es un hombre. Mi hermano ¡ése sí que tiene fuerza!

—Y, además, tendrá usted una palanca.

—Ésa es la única clase de llave que sirve para esa clase de puertas.

—Hay una argolla de hierro.

—Pasaré por ahí la palanca.

—Y la piedra es pivotante.

—Bien está, reverenda madre. Abriré la cripta.

—Y las cuatro madres del coro lo ayudarán.

—¿Y cuando esté abierta la cripta?

—Habrá que volver a cerrarla.

—¿Algo más?

—Sí.

—Mándeme lo que me tenga que mandar su reverencia, reverenda madre.

—Fauvent, tenemos confianza en usted.

—Estoy aquí para hacer de todo.

—Y para callárselo todo.

—Sí, reverenda madre.

—Cuando esté abierta la cripta…

—La volveré a cerrar.

—Sí, pero antes…

—¿Qué, reverenda madre?

—Habrá que bajar algo.

Hubo un silencio. La superiora, tras hacer un gesto con el labio inferior que indicaba un titubeo, lo quebró:

—Fauvent.

—Reverenda madre.

—¿Sabe que esta mañana se ha muerto una madre?

—No.

—¿Es que no ha oído la campana?

—No se oye nada desde el fondo del jardín.

—¿De veras?

—Apenas si oigo mi toque cuando me llaman a mí.

—Murió al despuntar el día.

—Y además esta mañana el viento no soplaba de mi lado.

—Se trata de la madre Crucifixion. Una bienaventurada.

La superiora calló, movió por unos momentos los labios como si rezase mentalmente y siguió diciendo:

—Hace tres años, sólo por haber visto rezar a la madre Crucifixion, una jansenista, la señora de Béthune, volvió a la ortodoxia.

—Ah, sí, ahora oigo doblar la campana, reverenda madre.

—Las madres la han llevado al cuarto de las muertas, que da a la iglesia.