Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro sexto

Le Petit-Picpus

Cap V : Distracciones.

Encima de la puerta del refectorio estaba escrita en letras grandes y negras esta oración que llamaban el padrenuestro blanco y tenía la propiedad de llevar a las personas en derechura al paraíso:

«Padrenuestro blanco y bonito, que Dios hizo, que Dios dijo, que Dios puso en el paraíso. Por la noche al irme a acostar con tres ángeles me encontré, uno a los pies, dos al cabezal; y en medio la Virgen está, que me dijo: Vete a acostar y de nada has de dudar. Es Dios mi padre; y la Virgen, mi madre; los tres apóstoles son mis hermanos, y las tres vírgenes, hermanas mías; llevo la camisa de Dios soberano, en que él nació una mañana; la cruz de santa Margarita en el pecho la llevo escrita; la señora Virgen se va por el campo, a Dios llorando, se encuentra con un santo, se va a encontrar con el señor san Juan. ¿De dónde venís? Del Ave Salus. ¿A Dios no habéis visto? He visto a Cristo, en el árbol de la cruz, los pies que le colgaban y las manos clavadas, con un capuz de espina blanca. Quien tres veces lo repita cuando sea de noche, quien tres veces lo diga cuando sea de día, se irá al paraíso al final de sus días».

En 1827, esta oración característica había desaparecido de la pared; la tapaban tres manos de pintura. Y ya se está borrando de la memoria de algunas jóvenes de entonces que ahora son ya ancianas.

Un crucifijo de buen tamaño colgado de la pared completaba la decoración de aquel refectorio, cuya puerta única, como nos parece haber dicho ya, daba al jardín. Dos mesas estrechas, que flanqueaban dos bancos de madera, formaban dos largas líneas paralelas de un extremo a otro del refectorio. Las paredes eran blancas, las mesas eran negras: estos dos colores de luto son los únicos que se alternan en los conventos. Las comidas eran desabridas, e incluso lo que tomaban las niñas era austero. Un plato único, de carne y verdura revueltas, o pescado en salazón: no había más lujos. Y ese régimen escueto, del que sólo disfrutaban las internas, era excepcional. Las niñas comían en silencio mientras las vigilaba la madre de semana, quien, de vez en cuando, si a una mosca se le ocurría volar o zumbar en contra de lo que disponía la regla, abría y volvía a cerrar estruendosamente un libro de madera. Aquel silencio lo aliñaban vidas de santos, que leían en voz alta en una tarima baja con un atril situado debajo del crucifijo. La lectora de semana era una alumna de las mayores. De trecho en trecho, había encima de la mesa sin mantel un lebrillo de barro donde las propias niñas lavaban la escudilla y los cubiertos y, a veces, tiraban algunos restos, carne dura o pescado en mal estado, cosa que se castigaba. Llamaban a esos lebrillos corros de agua.

La niña que rompía el silencio hacía una «cruz de lengua». ¿Dónde? En el suelo. Lamía el pavimento. Corría a cargo del polvo, ese final de todas las alegrías, el castigo de aquellos pobres pétalos de rosa culpables de haber gorjeado.

Había en el convento un libro que nunca se llegó a imprimir sino en un único ejemplar y que está prohibido leer. Es la regla de san Benito, Arcano en el que no debe entrar ninguna mirada profana. Nemo regulas, seu constitutiones nostras, externis communicabit.

Las internas consiguieron un día robar aquel libro y se pusieron a leerlo con avidez, lectura que interrumpió con frecuencia el temor de que las sorprendieran, por lo que cerraban el volumen a toda prisa. De aquel peligro que corrieron no sacaron ninguna satisfacción que mereciera la pena. Unas cuantas páginas ininteligibles acerca de los pecados de los muchachos, eso fue lo «más interesante».