Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro sexto

Le Petit-Picpus

Cap I : El 62 de la calleja de Picpus.

No había, hace medio siglo, nada que se pareciera más a una puerta cochera cualquiera que la puerta cochera del número 62 de la calleja de Picpus. Esa puerta, que solía estar entornada de la forma más incitante, permitía ver dos cosas en que no hay nada que se pueda tildar de fúnebre: un patio de muros cubiertos de parras y la cara de un portero ocioso. Por encima de la pared del fondo se divisaban árboles muy altos. Cuando un rayo de sol animaba el patio y cuando un vaso de vino le animaba la cara al portero, resultaba difícil pasar por delante de la puerta del número 62 de la calleja de Picpus sin llevarse de él una idea risueña. Y, no obstante, el lugar entrevisto era un lugar sombrío.

El umbral sonreía; la casa oraba y lloraba.

Si alguien conseguía, empresa nada fácil, ir más allá del portero —cosa que era imposible, incluso, para casi todo el mundo, porque había un sésamo que era preciso saber—, si alguien, pues, tras ir más allá del portero, entraba, a la derecha, en un recibidor pequeño al que daban unas escaleras encajonadas entre dos paredes y tan estrechas que no podía pasar de frente sino una persona, si ese alguien no dejaba que lo espantase el enlucido amarillo canario con zócalo de color chocolate que cubría las paredes de esas escaleras y si ese alguien se atrevía a subir, rebasaba entonces el primer rellano, luego otro más, y llegaba al primer piso, a un pasillo en que el temple amarillo y el plinto chocolate lo seguían acompañando con enseñamiento apacible. Dos ventanas muy hermosas daban luz a las escaleras y el pasillo. El pasillo hacía un recodo y se volvía oscuro. Quien doblase ese cabo llegaba, tras dar unos cuantos pasos, a una puerta tanto más misteriosa cuanto que no estaba cerrada. Si la empujaba, entraba en una habitación pequeña, de unos seis pies cuadrados, con suelo de baldosas fregadas, limpias y frías y con las paredes empapeladas de papel imitación de tela de nanquín con florecillas verdes de a setenta y cinco céntimos el rollo. Una luz blanca y mate venía de una ventana grande de cristalitos pequeños que estaba a la izquierda y abarcaba todo el ancho de la habitación. Si miraba, no veía a nadie; si escuchaba, no oía ni un paso ni un susurro humano. Las paredes estaban desnudas; en la habitación no había muebles; ni una silla.

Quien siguiera mirando vería en la pared, de cara a la puerta, un agujero cuadrangular de alrededor de un pie cuadrado, con una reja de hierro de barrotes cruzados, negros, nudosos, recios, que formaban cuadros, diría casi que mallas, con una diagonal de menos de pulgada y media. Las florecillas verdes del papel de nanquín llegaban, tranquilas y ordenadas, hasta esos barrotes de hierro sin que aquel contacto fúnebre las amedrentase y las esparciera en torbellinos. En el supuesto de que un ser humano hubiera sido tan pasmosamente flaco como para intentar entrar o salir por aquel agujero cuadrado, la reja se lo habría impedido. No dejaba pasar los cuerpos, pero dejaba pasar la vista, es decir, la mente. Tal cosa parecía estar prevista, pues lo habían acompañado de una lámina de hojalata embutida en la pared algo más atrás y que horadaban mil agujeros más microscópicos que los agujeros de una espumadera. En la parte de abajo de esa chapa había una abertura igual que la boca de un buzón. Una cinta de lino que movía una campanilla colgaba a la derecha del agujero con la reja.