Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro quinto

A escopetas negras, rehala muda

Cap V : Algo imposible con el alumbrado de gas.

En ese momento empezó a oírse a cierta distancia un ruido sordo y cadencioso. Jean Valjean se arriesgó a echar una ojeada más allá de la esquina de la calle. Siete u ocho soldados en pelotón acababan de entrar en la calle de Polonceau. Veía brillar las bayonetas. Venían hacia él.

Esos soldados, al frente de los cuales divisaba la alta silueta de Javert, avanzaban despacio y con cuidado. Se detenían con frecuencia. Estaba claro que iban explorando todos los recovecos de las paredes y todos los huecos de las puertas y los paseos de entrada.

Se trataba, y aquí la conjetura no podía por menos de ser atinada, de alguna patrulla con la que se había cruzado Javert y cuya ayuda había pedido.

Los dos acólitos de Javert se habían incorporado a sus filas.

Visto el paso que llevaban y las paradas que hacían, necesitarían alrededor de un cuarto de hora para llegar al sitio en que estaba Jean Valjean. Fue un momento espantoso. Pocos minutos separaban a Jean Valjean de aquel precipicio horrible que se abría ante él por tercera vez. Y, ahora, el presidio no era ya sólo el presidio; era perder a Cosette para siempre, es decir, una vida igual que el interior de una tumba.

Sólo quedaba ya una posibilidad.

Jean Valjean tenía la peculiaridad siguiente: podría decirse que llevaba dos macutos; en uno guardaba los pensamientos de un santo; en el otro, los temibles talentos de un presidiario. Rebuscaba en uno o en otro, según las ocasiones.

Entre otros recursos, gracias a sus numerosas evasiones del presidio de Tolón, era maestro, como recordaremos, en el arte increíble de trepar, sin escalas y sin ganchos, sólo con la fuerza muscular, apoyándose en la nuca, en los hombros, en las caderas y en las rodillas, ayudándose apenas con los escasos relieves de la piedra, por el ángulo recto de un muro, hasta un sexto piso si menester fuere; arte que dio tanta fama, volviéndolo tan espantoso, a ese rincón del patio de La Conciergerie de París por donde se escapó, hará alrededor de veinte años, el condenado Battemolle.

Jean Valjean midió con la vista la tapia por cuya cima asomaba el tilo. Tenía unos dieciocho pies de alto. El rincón que formaba con la fachada del gablete del edificio principal lo rellenaba, por la parte inferior, un saliente macizo, de obra y de forma triangular, destinado probablemente a proteger aquel rincón, demasiado propicio de las paradas de esos creadores de estercoleros a los que llamamos transeúntes. Esa forma preventiva de rellenar los rincones es muy usual en París.

El saliente macizo era de unos cinco pies de altura. Subido en él, lo que faltaba por salvar para llegar a la cima de la tapia no era sino de catorce pies.

La tapia la coronaba una piedra plana y sin caballete.

La dificultad residía en Cosette. Cosette no sabía trepar por una pared. ¿Abandonarla? A Jean Valjean ni se le pasaba por las mientes. Llevarla consigo era imposible. Un hombre precisa todas sus fuerzas para llevar a cabo con bien esas peculiares ascensiones. La mínima carga le alteraría el centro de gravedad y se caería.