Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro primero

Waterloo

Cap XII : La guardia.

El resto es sabido; la irrupción de un tercer ejército; la batalla dislocada; ochenta y seis bocas de fuego que empezaron a atronar de repente; Pirch I.o que llega con Bülow; la caballería de Zieten al mando de Blücher en persona; los franceses repelidos; Marcognet barrido de la meseta de Ohain; Durutte expulsado de Papelotte; Donzelot y Quiot retrocediendo; Lobau atacado por el flanco; una batalla nueva viniéndoles encima, al caer la tarde, a nuestros regimientos desmantelados; toda la línea inglesa recuperando la ofensiva y avanzando; el claro gigantesco que la ayuda mutua de la metralla inglesa y la metralla prusiana abrió en el ejército francés; el exterminio; el desastre al frente, el desastre por el flanco; la guardia entrando en combate bajo aquel espantoso desplome.

Como la guardia se daba cuenta de que iba a morir, gritó: ¡viva el emperador! No hay nada más conmovedor en la historia que aquella agonía estallando en aclamaciones.

El cielo había estado nublado todo el día. De repente, en ese preciso instante, eran las ocho de la tarde, se abrieron las nubes y dejaron pasar a través de los olmos de la carretera de Nivelles el dilatado rubor siniestro del sol poniente. Lo habíamos visto amanecer en Austerlitz.

Para este desenlace, todos los batallones de la guardia estaban al mando de un general. Allí estaban Friant, Michel, Roguet, Harlet, Mallet, Poret de Morvan. Cuando los gorros altos de los granaderos de la guardia, con la ancha chapa del águila, aparecieron, simétricos, en fila, tranquilos, espléndidos, en la bruma de aquella refriega, el enemigo sintió respeto por Francia; fue como ver veinte victorias entrar en el campo de batalla, con las alas desplegadas; y los que ya eran vencedores, considerándose vencidos, retrocedieron; pero Wellington gritó: ¡En pie, guardias, y apuntad bien!, y el regimiento rojo de la guardia inglesa, cuerpo a tierra tras los setos, se levantó; una nube de metralla agujereó la bandera tricolor que tremolaba en torno a nuestras águilas; todos se abalanzaron y comenzó la carnicería suprema. La guardia imperial notó, entre las sombras, que el ejército retrocedía a su alrededor y también la enorme conmoción de la desbandada, oyó el ¡sálvese quien pueda! que había sustituido al ¡viva el emperador! y, con la huida a sus espaldas, siguió avanzando, cada vez más fulminada y muriendo cada vez más con cada paso que daba. No hubo ni titubeantes ni tímidos. En aquella tropa el soldado era tan héroe como el general. Ni un hombre faltó a la cita con el suicidio.