Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

SEGUNDA PARTE

CAP VII (A)

Detenido en medio de la calle había un elegante coche particular, tirado por dos sudorosos caballos tordos. En el interior no había nadie y el cochero se había bajado del pescante y sujetaba a los caballos por el bocado. En torno del carruaje se apiñaba la multitud, contenida por los agentes de policía. Uno de éstos tenía una linterna pequeña en la mano e inclinado hacia el suelo alumbrado algo que yacía en el arroyo cerca de las ruedas. Todo el mundo hablaba, gritaba y parecía consternado; por su parte, el cochero, aturdido, no cesaba de repetir:

—¡Qué desgracia, Señor! ¡Qué desgracia!

Raskolnikoff se abrió paso a fuerza de codazos al través de los curiosos y logró ver lo que había sido causa de que la gente se reuniese. En medio de la calle yacía ensangrentado y privado del conocimiento un individuo que acababa de ser atropellado por los caballos. Aunque estaba muy mal vestido, su aspecto no era el de un hombre vulgar. Tenía el cráneo y el rostro cubiertos de horribles heridas, por las cuales salía la sangre a borbotones. No se trataba de un incidente sin importancia.

—¡Dios mío!—decía el cochero—; no he podido impedir esta desgracia. Si yo hubiese llevado los caballos al galope, o si no lo hubiese visto y avisado, bueno que se me echase la culpa. Pero no; el coche iba despacio como todo el mundo ha podido ver. Desgraciadamente, sabido es que un borracho no se fija en nada… Le veo atravesar la calle una vez, dos y tres haciendo eses, y le grito: «¡Eh! ¡cuidado!» Refreno los caballos; pero él se va derecho a ellos. ¡Si parecía que lo hacía adrede! Los animales son jóvenes y fogosos, se lanzaron… el hombre gritó y sus gritos los excitaron más… así ha ocurrido esa desgracia.

—Sí, de ese modo ha pasado—afirmó uno que había sido testigo de la escena.

—En efecto—dijo otro—; por tres veces le avisó el cochero.

—Sí, por tres veces, todos le hemos oído—añadió uno del grupo.

Por su parte, el cochero no parecía muy inquieto por las consecuencias de aquel suceso; evidentemente, el propietario del carruaje era un personaje poderoso que esperaba la llegada de su coche. Esta última circunstancia despertaba la cuidadosa solicitud de los agentes de policía. Era, sin embargo, preciso llevar al herido al hospital. Nadie sabía su nombre.

Raskolnikoff, a fuerza de dar codazos, logró aproximarse al herido. De pronto un rayo de luz iluminó el rostro del desgraciado, y el joven lo reconoció.

—Le reconozco, le reconozco—gritó empujando a los que le rodeaban y colocándose en la primera fila del grupo—; es un antiguo funcionario, el consejero titular Marmeladoff. Vive aquí cerca, en casa de Kozel… ¡Pronto! ¡un médico! ¡yo pago!

Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente de policía. Revelaba extraordinaria agitación.

Los agentes se alegraron de saber quién había sido el atropellado. Raskolnikoff dió su nombre y dirección e insistió con empeño para que se transportase el herido a su domicilio. Aunque la víctima del accidente hubiese sido su padre, no habría mostrado el joven mayor solicitud.

—Es ahí, tres casas más allá donde vive; en la de Kozel, un alemán rico… Sin duda se retiraba embriagado. Le reconozco… Es un borracho… Vive ahí con su familia, tiene mujer e hijos. Antes de llevarle al hospital, es menester que le vea un médico; alguno habrá por aquí cerca; yo pagaré lo que sea, lo pagaré; su estado exige una cura inmediata. Si no se le socorre en seguida, morirá antes de llegar al hospital.

Raskolnikoff puso disimuladamente algunas monedas en la mano de un agente de policía. Por otra parte, lo que el joven le mandaba era perfectamente lógico, se explicaba bien. Levantaron a Marmeladoff y algunos voluntarios se ofrecieron a transportarle a su casa…